La crisis entre Estados Unidos y Europa ¿una rara enfermedad?

Ventana al Mundo
Por Renata Zilli

El último día de febrero se conmemora el Día Internacional de las Enfermedades Raras. Su objetivo es visibilizar y concientizar sobre padecimientos de origen desconocido. En años bisiestos, se traslada al 29, por tratarse del día “más raro del año”. Este 2025, ese día coincidió con la catastrófica reunión entre Volodymyr Zelenskyy, Donald Trump y sus cortesanos de la Oficina Oval. Cuando la noticia de que el presidente ucraniano había sido echado de la Casa Blanca llegó a Europa, se recibió con asombro, temor e incredulidad. Para muchos, fue la confirmación de que la alianza transatlántica, ya fracturada, no sólo era presa de una rara enfermedad, sino que había quedado televisado el momento exacto en que entraba en su fase terminal.
Desde luego, hay voces menos fatalistas que apelan al diálogo, la cooperación y a la perspectiva histórica. En un evento organizado en Bruselas, en el marco de la Presidencia de Polonia en el Consejo de la UE al que asistí, un funcionario polaco recordó que la alianza transatlántica ha sobrevivido varias crisis en este siglo que van desde la guerra en Irak en 2003, la crisis financiera de 2008, y la pandemia por coronavirus, por lo que también superará la crisis por Donald Trump. Y aunque este pronunciamiento me parece adecuado como postura oficial, desconfío de la idea de que el momento actual deba analizarse como un simple obstáculo que franquear. Aunque los dos ejes sobre los que se sostiene la alianza transatlántica –seguridad y comercio–, han estado en constante tensión, lo que hace distinta a la crisis Trump 2.0 es que Europa la percibe como una amenaza existencial.
Y con mucha razón. En apenas dos meses, Trump se reunió con Putin de forma unilateral; cortó la ayuda militar a Ucrania y dejó de compartir inteligencia con su ejército. Además, ha hecho alusiones a tomar por la fuerza territorios de dos miembros de la OTAN: Groenlandia (Dinamarca) y Canadá. Y en las Naciones Unidas, el corazón del sistema internacional, se percibe un claro acercamiento de Estados Unidos a Rusia en las resoluciones del Consejo de Seguridad y la Asamblea General. Las amenazas de los aranceles al acero y aluminio para la UE, parecen peccata minuta frente a los retos que Europa enfrenta en materia de seguridad.
Esta serie de eventos han reforzado y unificado el discurso de líderes europeos sobre la importancia de acelerar el gasto en defensa y el rearme nuclear. Friedrich Merz, el próximo canciller de Alemania, declaró a la prensa la necesidad de “independizarse de Estados Unidos”. También el presidente de Francia, Emmanuel Macron, en un mensaje televisado, abogó por un rearme y reforzamiento de las capacidades nucleares europeas. Y aunque en el plano de las ideas estos pronunciamientos tienen lógica y coherencia, en la práctica Europa se enfrenta a un cuestionamiento fundamental para materializar este plan: ¿quién lo va a pagar?
Según la consultora británica Focaldata, la mayoría de los ciudadanos están a favor una política exterior independiente y europea, aunque las opiniones están divididas sobre cómo se debe financiar. No todos están dispuestos a pagar mayores impuestos o hacer recortes en el gasto social. Y es que Europa, al igual Estados Unidos atraviesa por el mismo padecimiento: bajos niveles de crecimiento y productividad, salarios estancados, costos de vivienda impagables y un crónico aislamiento social. ¿Cómo explicarán las élites europeas a sus electores que deben apretarse el cinturón aún más?
En Europa, al igual que en Estados Unidos, lo que a principios de siglo comenzó como un malestar de la globalización –en alusión al libro de Joe Stiglitz–, se ha transformado en una rara enfermedad sin cura aparente. Y al igual que en Estados Unidos, se prescriben remedios del pasado, con la esperanza de que el paciente vuelva a caminar. Como lo demuestra el regreso de Trump, este descontento social no es tan fácil de erradicar. El pesimismo es una cepa del populismo. Como todo curandero, el populista ofrece la píldora de la ilusión, pero su efecto sólo es temporal. De ahí que el peligro de nuestros tiempos sea que el remedio resulte peor que la enfermedad. La cumbre entre líderes europeos celebrada en Londres, es quizá el momento de mayor cohesión europea desde el Brexit. Por ello, a partir de este 2025 ya no se trata más de lo que diga Europa, sino de lo que haga.
No hay duda que el eje transatlántico atraviesa una grave crisis, pero en mi diagnóstico, aún no es terminal. Se trata de un paciente en estado de coma porque el aliado más importante, Estados Unidos, ha sido presa de un virus iliberal que le impide distinguir quien es aliado y quien rival. Sin embargo, hay un detalle esperanzador en la historia de las enfermedades raras. Muchas de ellas no es que sean incurables, sino que aún no se han descubierto los conocimientos o herramientas necesarias para hacerlas sanar. Parece contradictorio hablar de ciencia y esperanza al mismo tiempo. No lo es. Hay señales de que el paciente vive: mientras en una pequeña localidad del remoto y gélido estado de Vermont haya quienes salgan a protestar bajo la nieve levantando la bandera ucraniana –de un país tan lejano como extraño y que probablemente nunca visitarán– es prueba que el ideal de libertad que dio origen a la alianza más poderosa y sobre la cual descansa el orden internacional aún no fenece. Lo que sí es un hecho es que, cuando el paciente reviva, nada volverá a ser igual. Por muy doloroso que resulte, se debe aceptar. No hacerlo, supondría caer en las garras del curandero, al creer que se puede echar el tiempo atrás.