Redacción / Ventanaver. Xalapa, Ver., 29 de enero de 2023.- La Palabra de Dios tiene una voz, pero también cuenta con un rostro visible determinado porque ha tomado nuestra condición humana (Jn 1,14). Por eso, la Encarnación del Hijo de Dios es y será el corazón mismo de la fe cristiana. La Palabra Viva y Eterna ha entrado en nuestra historia, de ahí que se haya hecho visible y que haya provocado en muchos el deseo interior de ser vista: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,20-21).
En toda relación personal con los demás, las palabras sin un rostro no son perfectas, porque no cumplen plenamente el encuentro personal cara a cara, como recordaba el justo Job, cuando llegó al final de su dramático itinerario de búsqueda: “Solo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos” (42, 5). Para todo creyente, Cristo es “imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col 1, 15). Pero, sobre todo, Cristo es Jesús de Nazaret, que caminó y camina por las calles de nuestras ciudades para ofrecer la salvación y darle rostro a las personas desfiguradas por la pobreza y la violencia que azotan también ferozmente a muchos ciudadanos de nuestra patria. Cristo se ha querido identificar, sobre todo, aunque no exclusivamente, con el rostro de los que más sufren (Mt 25,40).
Hoy la verdadera identificación de fe con Cristo no se mide únicamente, como anunciaban los profetas bíblicos, por la adhesión exterior, por los actos de culto, por la ostentación, sino por la íntima fidelidad a Cristo, por la pureza del alma, por el amor efectivo al más necesitado. La elección de fe en el amor verdadero a Cristo y a los más desfigurados por el dolor y la pobreza es la que abre de par en par las puertas del reino de los cielos. Ya San Pablo veía esta exigencia al decir, en su carta a los Romanos, que: “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres” (Rom 14,17-18). Solo podemos vivir dignamente si reconocemos la dignidad divina de nuestro rostro en el rostro de los más excluidos de nuestra sociedad.