Sobre los parásitos de San Lázaro
En la Opinión de
Gilberto Salazar
La semana pasada compartí con ustedes el dato relativo a la productividad de los diputados federales, esos que asisten a las sesiones en el Palacio Legislativo de San Lázaro para, por lo general, hacer única y exclusivamente lo que les indican los coordinadores de los grupos parlamentarios que integran la legislatura en turno.
En esa ocasión, revelé un dato alarmante: menos del 10% (40 de 500) son realmente productivos, es decir, sólo unos cuantos realizan trabajo legislativo como presentación de iniciativas de ley o reforma; de decreto; o de punto de acuerdo. Y sólo ese reducido número toma parte de los debates durante las sesiones del Pleno.
Sin embargo, debo apuntar que, como lo advertí, esa estadística data de muchos años atrás y corresponde a la realidad que imperaba en México durante el tiempo en el que se articuló un sistema de partidos que, si bien era formalmente pluripartidista, en los hechos correspondía al modelo de partido hegemónico único.
Eran los tiempos en que el PRI era el chingón y acaparaba la mayoría absoluta y calificada en las cámaras del Congreso de la Unión y era capaz, por sí mismo, de reformar leyes e incluso la Constitución, conforme a los designios de la presidencia de la República y sin necesidad de escuchar la voz de las minorías políticas.
Entonces, derivado del apabullante poderío del partido de la revolución, se observó que muchas de las instituciones democráticas, como el caso de la Cámara de Diputados, antes que servir de contrapeso al Poder Ejecutivo, se erigió como un mero apéndice de éste, pues en los hechos, su función no era más que la de catalizar y hacer posible que se cumpliera la voluntad del señorpresidente.
Ese peculiar arreglo de cosas, determinó que los diputados fueran representantes populares sólo en el papel, y por el formalismo de ser electos mediante voto directo; pues en la realidad, entre la I y la LVI legislatura del Congreso de la Unión (de 1917 a 1997), los parlamentarios en México se comportaban como agentes y fieles representantes de los intereses de su partido.
Fue en ese periodo que los más devotos no tenían empacho en auto proclamarse públicamente como soldados del PRI. Su mensaje era claro: dispuestos a obedecer sin chistar cualquier indicación del jefe máximo. El mandato del pueblo no era más que una pieza de retórica constitucional.
¿Por qué ocurría eso?
Bueno, ello obedeció entre otros factores, al arreglo establecido en la Ley Electoral tanto de 1916 como de 1946 pues, en un principio, si bien se permitía que cualquier persona se postulara en candidatura independiente, la realidad es que no contaban con las condiciones materiales para ser competitivas en una elección, por lo que era prácticamente imposible que ganaran alguna elección.
Sin embargo, la posibilidad de que cualquier persona se postulara como candidato independiente, empezó a generar inestabilidad en algunas regiones del país, pues cuando algún veterano de la revolución, que en su propia estima consideraba se había ganado el derecho a ser candidato –y como consecuencia, gobernador, diputado, o ya de perdis presidente municipal- calculaba que no sería favorecido por el gran elector, amagaban con postularse por la vía independiente.
Por esa razón, en 1946, para mantener a raya a quienes aspiraban a ser candidatos, se proscribieron en México las candidaturas independientes, con la finalidad de fortalecer a los partidos políticos –en realidad se trataba de fortalecer al PRI y evitar la deserción de cuadros- los cuales, desde entonces y hasta recientemente en 2012, se convirtieron en la única vía posible para que los ciudadanos fueran postulados como candidatos.
Así, por largos años, los partidos políticos monopolizaron el mercado de candidaturas, y pues, como lo describen Robert Michels (2003) y Ángelo Panebianco (1995) éstos, antes que nada, son organizaciones que compiten en un mercado (electoral), y en razón de ello procuran en primera instancia mantenerse en éste, pero en todo caso buscan dominarlo; por lo que hacen todo cuanto sea necesario para consolidarse.
De tal manera, en la persecución de sus fines, y como ocurre en cualquier organización humana, tienden a la oligarquía en su interior, pues las decisiones clave son tomadas por un reducido grupo de personas (cúpula) y, en los casos más extremos, por una sola persona.
A partir de tal comprensión, es fácil advertir que si los partidos políticos monopolizaban la postulación de candidaturas, y que éstas organizaciones políticas no contaban con mecanismos democráticos para la toma de decisiones; la única forma en que las personas que aspiraban a ocupar un cargo de elección popular fueran postuladas como candidatos, era garantizar a la élite partidista, obediencia absoluta a sus designios. Surgió así, la disciplina partidista.
Gracias a esa disciplina forzada, los ingenieros que diseñaron la Ley Electoral de 1946, aseguraron que quienes no resultaban favorecidos para alguna candidatura, se disciplinaran y aceptaran la imposición, pues si lo hacían así, quizá para la siguiente elección les tocaba. Así surgieron las dichosas candidaturas de unidad, y se acuñaron frases que sintetizaban el pragmatismo de la época, tales como: el que se mueve, no sale en la foto. La indisciplina se pagaba con el ostracismo.
¿Y todo este cuento que tiene que ver con los bichos de San Lázaro? Todo.
Resulta que, cuando en un sistema político solo un partido político domina la escena y captura todas las posiciones posibles (o la gran mayoría) se diluye a su mínima expresión la representación política, que deberían ejercer los diputados respecto de los intereses de quienes habitan en su distrito; pues en el caso del partido dominante, la única forma en que sus adeptos pueden lograr alguna candidatura es ajustarse al paradigma de la disciplina partidista.
De tal manera, no existen incentivos para ejercer una autentica representación popular, pero sí que los hay para convertirse en personeros de los designios de una cúpula, que puede dilatar o terminar su carrera política a conveniencia.
Por el contrario, cuando se articula un sistema de partidos pluripartidista altamente competitivo, como el que observamos en nuestro país entre 1997 y 2018, en el que ningún partido político domina la escena, y cualquiera puede ganar una elección; al incrementarse la incertidumbre de ser electo como diputado, se produce el efecto opuesto.
Así, quienes finalmente son electos, al percibir que su carrera política depende en mayor medida de la opinión del electorado -el ser postulado por determinado partido no garantiza su triunfo- se observa un incremento exponencial en la actividad legislativa, pues en ese escenario, los diputados no se limitan a votar las iniciativas que envía el titular del Poder Ejecutivo, o las que son presentadas por sus coordinadores legislativos; sino que, se aventuran a presentar piezas legislativas a título personal y en representación de los intereses de quienes habitan en su distrito electoral.
De ello da cuenta la investigación realizada por Sergio A. Bárcena Juárez (2017), quien constató el incremento exponencial del quehacer legislativo de los diputados federales en escenarios de alta competitividad política, pues antes de la LVII legislatura, el porcentaje promedio de diputados que presentaban alguna pieza legislativa a título personal era de apenas el 6.75%; mientras que cuando se articuló un sistema pluripartidista altamente competitivo, la productividad legislativa se incrementó a 42% en la LVII; 58% en la LVIII; 72% en la LX; 75% en la LXI; y 72% en la LXII, legislaturas del Congreso de la Unión.
Ahora, si conforme al diccionario se define a los parásitos como aquellos organismos que viven a costa de otro de distinta especie, alimentándose de él y depauperándolo sin llegar a matarlo (RAE, 2025), es evidente que sí, en la historia democrática de nuestro país, en efecto han existido –existen y quizá existirán- diputados parásitos en el Palacio Legislativo de San Lázaro, pues quienes lo han sido y son, viven como viven gracias al voto de la ciudadanía, pero una vez que son electos, se olvidan del mandato popular y actúan como personeros de sus partidos o dirigentes.
El anuncio de una inminente reforma al sistema político nos debería animar a todos a participar en el debate público y, sobre todo, a pensar qué arreglo institucional puede dinamizar la materialización del mandato popular, y evitar la proliferación de diputaciones parasitarias.
El debate entonces no debería limitarse a un aspecto financiero para perseguir ahorros, sino en buscar la forma en que se pueda hacer funcionar al Congreso de la Unión como un órgano de verdadera representación política (popular) y contrapeso efectivo a los poderes Ejecutivo y Judicial.
Gilberto Salazar
Referencias
Bárcena Juárez, Sergio Arturo. (2017). Involucramiento legislativo sin reelección: La productividad de los diputados federales en México, 1985-2015. Política y gobierno, 24(1), 45-79. Recuperado en 21 de enero de 2025, de http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1665-20372017000100045&lng=es&tlng=es.
Michels, R. (2003). Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias
oligárquicas de la democracia moderna.
Panebianco A. (1995). Modelos de Partido. Alianza Universidad.
RAE, Real Academia Española: Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., [versión 23.8 en línea]. <https://dle.rae.es> [Recuperado en 21 de enero de 2025].