ColumnaVentana al mundo - Renata Zilli Montero

La traición a Gorbachov y a Ucrania

Ventana al Mundo

Por Renata Zilli

La reciente alianza entre Washington y Moscú –y la consecuente exclusión de Ucrania y Europa para poner fin a la guerra– aunque indignante, no debería sorprender a quienes conocen de historia, literatura o de las complejidades de la naturaleza humana. A pesar de las distintas formas de traición, es posible agruparlas en dos grandes categorías. Por un lado, está la cometida hacia los demás, que destruye vínculos de confianza o lealtad; por otro, quizá la más atroz: la traición hacia uno mismo. En el primer grupo, podemos ubicar a Mijaíl Gorbachov.

A Gorbachov lo traicionaron casi todos, excepto sus principios. De origen humilde, ascendió rápidamente a las altas esferas del politburó gracias a su talento y educación. Fue leal al Partido Soviético, pero destacó por su excepcional capacidad para separar la doctrina de la realidad, abriendo paso a la imperiosa reforma de un modelo económico y político en decadencia. Preocupado por la amenaza de un conflicto nuclear, buscó un acercamiento con Occidente. Sin embargo, la Historia no perdona la ingenuidad. En su magna obra, 1989: la lucha por crear la Europa de la posguerra fría, la historiadora Mary Elise Sarotte cuenta cómo Gorbachov fue sorprendido por la velocidad de los acontecimientos tras la caída del Muro de Berlín: se convirtió en presa no sólo de la coyuntura, sino también de quienes supieron aprovechar el intersticio histórico. Por ejemplo, el sagaz canciller de la República Federal de Alemania (RFA), Helmut Kohl, quien aprovechó la oportunidad para impulsar la reunificación alemana.

En un diálogo clave entre el secretario de Estado James A. Baker y Gorbachov, se planteó la posibilidad de que la OTAN no se expandiera tras la reunificación alemana, refiriéndose en un principio, únicamente a Alemania del Este (RDA). En su último libro Not One Inch (Ni una pulgada más), Sarotte proporciona un facsímil de la servilleta en la que Baker anotó la solicitud de Gorbachov. En la verticalidad del modelo político soviético, los acuerdos verbales con un representante de Estado tenían valor de jure y de facto. Un pacto de caballeros, como diríamos de forma coloquial. No obstante, cuando Baker transmitió la solicitud al presidente George H.W. Bush, éste la desechó. De forma paralela y sin recibir instrucciones de los estadounidenses, el canciller Kohl continuó ofreciendo garantías de seguridad a los soviéticos, no sólo para buscar la reunificación, sino también para que cuando ello ocurriera, las fuerzas de la Stasi –el órgano de seguridad de la RDA– se retiraran de todo el territorio alemán.

“En la verticalidad del modelo político soviético, los acuerdos verbales con un representante de Estado tenían valor de jure y de facto”.

La mayor controversia de esta negociación —y uno de los argumentos esgrimidos por Putin para justificar la invasión a Ucrania— fue la expansión de la OTAN. Sarotte recurre a fuentes primarias y desclasificadas para esclarecer la negociación entre Baker, Gorbachov y Kohl sobre la promesa de que la OTAN “no se movería una pulgada más al este”. María Sarotte, profesora de la Universidad Johns Hopkins SAIS, nos explicó a sus alumnos que gran parte de la confusión recayó en que existían tres líneas simultáneas de negociación: entre Estados Unidos y la URSS; Estados Unidos y la República Federal de Alemania (RFA); pero también entre la RFA y la URSS. Tres canales de diplomáticos, que no siempre compartieron los mismos fines o intereses y mucho menos la misma urgencia. Fue así como este “pequeño” malentendido dio origen a una de las mayores controversias geopolíticas del siglo XXI, cuyas consecuencias históricas estamos lejos de dimensionar.

Ahora bien, hasta el momento he omitido a propósito el punto de referencia, es decir, ¿quién determina que otro es un traidor? Desde la perspectiva democrática, el Estado de derecho, la integridad territorial y la soberanía son innegociables. Y, aunque en las democracias los acuerdos verbales pueden ser vinculantes, existen ciertas condiciones y requisitos que se deben cumplir. Cuando Clinton asumió la presidencia en 1993, la URSS ya no existía y no encontró ningún documento ni evidencia de lo pactado por H. W. Bush. Bajo su lógica, ¿por qué habría de honrar un acuerdo de su rival político y con un país inexistente?

Fue así como a Gorbachov lo traicionaron su escasa familiaridad con los ciclos políticos democráticos y su debilidad como negociador. Ya fuera por ingenuidad, buena fe o un momento de estupidez, no exigió un acuerdo por escrito sobre las condiciones de la expansión de la OTAN. Por último, su círculo cercano también lo traicionó al deponerlo y gestar un golpe de Estado que derivaría en la implosión de la URSS. Dio paso a la Rusia de Boris Yeltsin y a la de su delfín, Vladímir Putin, un joven agente de la KGB asignado a la RDA cuando el Muro cayó.

Ucrania, traicionada por todos menos por sus convicciones, entraría en el mismo grupo que Gorbachov. Al disolverse la URSS, la mayor parte del arsenal nuclear soviético quedó en territorio ucraniano. En el Memorándum de Bucarest, Ucrania pactó con Rusia, Estados Unidos y el Reino Unido ceder sus ojivas nucleares a Moscú, a cambio de garantías sobre su integridad territorial, su independencia y su derecho a construir una sociedad democrática. Nada de esto se cumplió. Fiel a sus principios, Ucrania fue despojada del elemento de seguridad que podría haberla protegido de una futura invasión. A Ucrania la traicionaron la geografía, la Historia, sus aliados y los principios fundamentales de las Naciones Unidas en los que creyó y suscribió.

Finalmente, está el segundo grupo: aquellos que se traicionan a sí mismos. Y aquí se encuentra Donald Trump. No el individuo, sino el jefe de Estado de una nación que, hasta hace unas semanas, era considerada garante del ideal democrático, del Estado de derecho y de la soberanía. Las declaraciones de Trump contra Zelensky, al situarlo como el agresor, no sólo representan una traición a su aliado, sino a todo el sistema de principios que sustenta el orden internacional que Estados Unidos construyó.

Así, una posible alianza entre Washington y Moscú, lejos de ser un acuerdo entre gigantes, termina reduciéndose a un pacto entre traidor y traidor. El problema de esta interpretación, una vez más, radica en el punto de referencia. Desde la lógica imperial, la soberanía es una ilusión; sólo existe la subordinación. En cambio, desde la perspectiva democrática, si Estados Unidos pacta con Rusia dejando al margen a Ucrania y a Europa, no hay duda de que estaríamos ante la mayor traición geopolítica del último siglo y frente a un punto de inflexión, que abre la puerta a dinámicas imperiales, otorgando une carte blanche a una futura agresión.

“Una posible alianza entre Washington y Moscú, lejos de ser un acuerdo entre gigantes, termina reduciéndose a un pacto entre traidor y traidor”.

En sus clases, la profesora Sarotte advertía que los imperios, como la URSS, aunque desaparezcan en papel, no fenecen de un día para otro. Mueren de forma larga y desordenada a lo largo de décadas o incluso siglos. Al término de la Guerra Fría, ya fuera por su excepcionalismo asfixiante o la hubris del vencedor, Occidente desestimó la importancia de fortalecer a Gorbachov con mayores concesiones para consolidar la incipiente democracia rusa. Los líderes estadounidenses fueron incapaces de visualizar que la Historia no sólo había llegado a su fin, sino regresaría para cobrar factura. El precio final, por desgracia, lo pagan siempre los más débiles. Esta vez, los ucranianos. Esa misma falta de visión a largo plazo, es un error fundamental de la actual administración Trump. La hegemonía estadounidense, a través de su sistema democrático, fue diseñada para subsistir y prosperar en un entorno internacional favorable junto a otras democracias. La miopía del magnate lo lleva a interpretar cualquier dinámica global como una simple transacción. Creer que el interés nacional de Washington radica en lucrar con los intereses financieros del armamento enviado es un error estratégico y un mal cálculo geopolítico de larga duración. El mayor arsenal de Estados Unidos, en palabras de FDR, siempre ha sido y seguirá siendo la defensa de la democracia en el exterior. Por eso, aunque desde México este conflicto parezca ajeno y lejano, defender a Ucrania también es defender nuestra propia capacidad de autodeterminación.

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