ColumnaLo que yo pienso

La preciosa vida de los jóvenes.

Lo que yo pienso.

Juan Javier Gómez Cazarín.

Este domingo vi a la muerte hacer lo suyo en dos jóvenes, apenas mayores de edad que mi hija. Les cuento:

Me levanté a las 5:00 de la mañana cuando ellos, a pocas cuadras de mi casa, vivían sus últimos momentos.

A las 5:30 ya estaba vestido. Unos minutos después me subí al coche para manejar a Coatepec donde me esperaba una carrera a través del campo, entre árboles y plantas de café. “Trail” le decimos los corredores.

Y la ruta más corta de mi casa a Coatepec me hizo manejar por la avenida Lázaro Cárdenas. Hay un tramo, frente a los almacenes comerciales y la Estancia Garnica, en el que estamos acostumbrados al tránsito espeso, con vehículos a vuelta de rueda.

Pero los domingos, muy temprano, la ancha vialidad está desierta de tráfico. Su carpeta de asfalto en linea recta es una invitación a acelerar y a sentir la emoción de la velocidad que seduce a algunas y algunos.

A partir de ahí no tengo claro los tiempos, pero muy pocos minutos antes de mi llegada -que quizá fueron sólo unos instantes-, dos jóvenes a bordo de una moto alcanzaron su final. Vi sus cuerpos en el piso, flácidos e inmóviles y me di cuenta de que el accidente acababa de ocurrir. De eso, y de que ya no había manera de ayudarlos.

Después supe por la prensa: tenían 18 años y debieron venir muy rápido, porque perdieron el control de la moto y chocaron con el camellón central. Murieron al instante.

Todas las muertes son dolorosas. Pero hay una categoría de dolor y coraje especialmente reservada para la atrocidad de la muerte, prematura e inútil, de la gente joven.

La muerte de niños y jóvenes contradice a la naturaleza humana porque, precisamente, es contraria a nuestro ciclo de vida y al relevo generacional que es propio a todas las especies vivas en la Tierra.

Por eso se llama “huérfano” a quien a perdido a sus padres, pero no existe una palabra en español para etiquetar a los padres que pierden a una hija o a un hijo. “Huérfanos de abajo para arriba”, le escuché decir alguna vez a alguien.

Oprimido por la tristeza y con la imagen de esos cuerpos fijada en mi mente, quise compartir con ustedes la siguiente reflexión: hablemos con nuestros hijos de que la muerte nos ronda todos los días.

Enseñémosle a nuestros hijos la fragilidad de la vida, algo en lo que se piensa muy poco cuando uno es joven y se siente invencible, suponiendo que la muerte es cosa exclusivamente de viejos.

Digámosle a nuestras hijas e hijos que su vida también corre peligro si desafían a la fatalidad y al sentido común. Inculquemos en ellos la cultura del autocuidado y que por ninguna fiesta vale la pena testerear al destino.

Es cierto que nadie escapa de la raya, pero también es cierto que no hay que andar buscando la desgracia.

El dolor que imagino en esos padres no se lo puedo desear a nadie. Lo indiscutible aquí es que la muerte de estos jóvenes no debió ocurrir.

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba